La nieve en Louveciennes. Alfred Sisley, 1878
Una fría y solitaria tarde de invierno el día de Navidad, andaba François por la misma calle de Louveciennes que recorrió hace diez años para padecer su trágico destino. Ese día nevaba copiosamente y a François le costaba andar por aquella profunda capa de nieve. El frío era intenso y raspaba sus huesos, adormeciendo sus articulaciones. Los árboles estaban inmóviles y ningún amargo sonido se podía escuchar en aquella calle. François, sin importarle mucho el frío, seguía su marcha por la larga calle hacia su casa.
François era un hombre de clase media, que trabajaba en una factoría de seda que exportaban a Inglaterra. No trabajaba en su localidad natal, sino en París. Su trabajo estaba bien pagado y no sufría la pobreza que otras personas padecían. Vivía con su preciosa esposa, Geraldine, y su hija, Delphine. Se sentía el hombre más afortunado del mundo, no codiciaba nada, se sentía pleno.
François recordaba la carta que le había llegado ese mismo día hace diez años, cuando de repente un sonido interrumpió su recuerdo: era la puerta de su casa, ya había llegado. Volvía al presente. Se limpió las botas en el felpudo, aunque de poco sirvió dado que estaba mojado por la nieve. Se dispuso a entrar y desde el salón escuchaba los villancicos que tanto odiaba a pesar de su bonita letra y sonido. Su casa era mediana, pero para vivir uno solo, acababa haciéndose grande. La escasa luz que irradiaba una vela era lo único que iluminaba el salón. La noche ya estaba llegando y la oscuridad se acercaba con ella. Empezó a quitarse las botas, aún mojadas por la nieve, y procedió a abrir su armario para dejar sus botas cuando la vio. La muñeca preferida de su hija. En ese momento se agachó a recogerla. Durante un pequeño periodo de tiempo, al extender su brazo, François dudó en cogerla, pero finalmente cedió y la cogió. Una ola de recuerdos pasaron por su cabeza, sus ojos empezaban a estar llorosos y su barbilla empezaba a vibrar de nostalgia, tristeza. Recordó otra vez la carta que le llegó y lo que sucedió aquel día.
Era de su mujer. La abrió con rapidez creyendo que se trataba de una carta de amor o de un dibujo que su hija había hecho para él. Empezó a leer. Su mirada tranquila se convirtió en nerviosa, y de nerviosa a una mirada de terror. Salió de París lo más rápido posible, pero un imprevisto lo retuvo por un insufrible periodo de tiempo. Su memoria se nubló por un momento, no podía seguir recordando, pero su mente no quería parar, quería hacerle sufrir como todos los años. Tras aquel imprevisto llegó a Louveciennes. Era ya de noche, y la misma calle solitaria estaba entre él y su casa. Corrió y corrió, sin importarle el frío y el dolor que sentía en sus piernas, siguió y siguió hasta que llegó a su puerta, pero el camino se le hizo interminable. Mucha gente del pueblo se aglomeraba en la puerta. Nervioso, empujó y arrastró a la gente para poder entrar. Entre tanto forcejeo, se percató que esas personas, sus conocidos, sus amigos, intentaban que no entrara. François gritaba el nombre de su hija y de su mujer, pero no hubo respuesta. Se empezaba a preocupar. Entonces se le acercó un señor mayor, al que reconoció instantáneamente. Era el doctor, que dijo a la gente que se apartará y se llevó a François. Le acompañó hasta la habitación de su hija y ahí las vio. Las encontró pálidas, sin expresión alguna, sin vida en la cama.
Una terrible tuberculosis había hecho enfermar a su mujer y a su hija hacía varias semanas, pero Geraldine le envió una carta unos días antes con las escasas fuerzas que le quedaban, pero sufrió un retraso en su llegada por el fuerte temporal de nieve que azotaba el país por aquellas fechas. Le decía que nunca había conocido a un hombre mejor, que su vitalidad la llenaba cada día, pero era hora de despedirse. Delphine le había hecho el dibujo más bonito que le había hecho nunca. Ese día su felicidad y su espíritu navideño desapareció.
A partir de entonces, su espíritu con el tiempo fue rasgándose, quebrantándose, hasta que finalmente perdió toda esperanza y fe. Nunca más las volvería a ver. Recordaría todos los años ese día, el día que marcó su vida, el que hizo que nunca volviera a disfrutar aquella época tan feliz.
Alumnos: Sandro López, Hugo Valero, Margarita Cucalón y María Sopeña